El invierno de su decimotercer cumpleaños. Había nieve por todas partes. Los niños jugaban por las aceras y se tiraban bolas de nieve. Se oían las quejas de unos, las risas de otros...
Había nacido en el mes más frío, el último día del año, haciendo que fuera menor que todos sus amigos. Pero eso no importaba, nada importaba en ese momento.
En el pueblo en el que vivía estaba rodeado por un bosque, uno que guardaba en su interior miles de leyendas. Había de todo tipo, desde hadas y ninfas a demonios y monstruos.
Siempre le habían interesado, era algo que nadie comprendía y, a pesar de las advertencias, siempre cruzaba el linde del bosque.
Allí se sentía mejor, se liberaba de todo y nadie podía mandarle. Andar entre la escarcha, sintiendo como se rompía el hielo y alguna rama a su alrededor era entretenido y muchas veces había jugado a ser un explorador o un animal, ser sigiloso, pero era imposible en un sitio tan lleno de vida.
Ese día decidió hacer una carrera hasta el claro, ya que este debía estar lleno de nieve. Era algo mágico. Nadie podía alcanzar esa velocidad, nadie podía ver a cámara lenta como el bosque se transformaba. Pasaba de ser un camino lleno de troncos, con las raíces sobresaliendo de la sábana de nieve, a ser un lugar lleno, sin nada salvo algún que otro arbusto.
Siempre era buena idea tener cuidado al pisar, las trampas naturales eran fáciles de ver, pero no la de los cazadores de hadas, la de los buscadores de licántropos o los amantes de los vampiros. Claro estaba que eran leyendas para todo el mundo, también estaba incluido en el lote quien corría.
Pero fue mala suerte, nadie creía en esas cosas, pero eran demasiado reales, como las mismas trampas. Pisó una cuerda tensada sin darse cuenta y algo impactó contra su pecho. Un tipo de lanza, afilada y húmeda, tal vez recubierta de resina para que no se pudiera quitar, se había clavado cerca de su hombro. Seguramente estaría colocada de manera que a aún adulto le diera justamente en la cabeza, matándole de golpe, pero había fallado.
El alarido de dolor fue como un estruendo. Miles de cuervos y pájaros negros salieron volando. Se empezó a tambalear. La sangre empapaba la chaqueta marrón dejando una mancha horrible. Se quitó la lanza con otro grito. Le había costado cinco intentos de dolor insufrible pero no era todo. La sangre salía a borbotones de la herida.
Empezó a caminar sin rumbo, se tropezaba. La visión se le nublaba a medida que la sangre salía de su cuerpo hasta que por fin cayó en medio de su adorado claro y sintió un frío reconfortante.
La pérdida de sangre daba calor a ese cuerpo de adolescente inmaduro. Se moría y era consciente de ello. Ni siquiera le quedaban fuerzas para llorar, para pedir auxilio. Era inevitable, moriría en ese bosque lleno de leyendas. Le divertía la pregunta de si sería una leyenda, un loco y desaparecido.
Cerró los ojos dispuesto a morir cuando una rama, de procedencia cercana según la intensidad del ruido, se partió. Abrió los ojos y giró la cabeza con un gran esfuerzo. De pie a medio metro de él, un chico estaba de pie con las manos metidas en los bolsillos. Iba sin chaqueta, su pelo negro estaba revuelto por el aire y sus ojos eran azules como el hielo.
Vio como caminaba sin hacer mucho caso y luego se podía de cuclillas a su lado.
-Los humanos sois tan idiotas, morir siempre es la opción más sencilla para vosotros -dijo, y su voz era suave y seductora, como si le estuviera acunando. -Has manchado la nieve de sangre, ahora es escarlata. Mereces un castigo, la muerte sería demasiado fácil para ti.
Sacó de su bota un cuchillo afilado. Tenía forma de media luna, con la punta afilada. Una silueta de un rayo cubría la superficie, esta brillaba con el sol que empezaba a ponerse en lo alto.
Se lo acercó a la muñeca e hizo un corte fino, presionando sobre su piel para partirla. La sangre salió e hizo una mueca de dolor. Luego colocó la mano sobre la herida y dejó caer las gotas de sangre.
Hubo una luz brillante como un relámpago y tras eso, el muchacho de pelo negro desapareció completamente del bosque.
Abrió los ojos y se incorporó en la cama llevando la mano rápidamente a donde tuvo la herida. Habían pasado cuatro años desde que alguien le salvó la vida. Se observó el hombro, allí quedaba la marca estrellada en tinta negra. Se la había hecho para ocultar una cicatriz horrible. Ahora formaba parte de muchos más tatuajes.
Era verano y dormía sin camiseta, como de costumbre. Su cuerpo estaba empapado en sudor y le dolía la espalda de los entrenamientos.
Sus padres nunca supieron que había pasado en el bosque. Al llegar a casa había quemado la chaqueta y la camiseta. Nunca había dejado que nadie viera la cicatriz hasta que estuvo cubierta.
Lo más importante es que estaba vivo. Había sido otra pesadilla de ese día, aunque para él era lo más real del mundo, más incluso que lo que pasaba en realidad.
Escuchó el ruidito de su móvil al vibrar sobre la mesita y lo cogió cansado. Miró la pantalla y de lo puso rápidamente en la oreja descolgando previamente.
-¿Si?
-¿¡Qué haces que no estás ya aquí!? -gritó una voz al otro lado-.Joder, Arthiel, que hemos quedado para eso...
-Eres una pesada, Doriena -suspiró Arthiel-. Me acabo de despertar, en diez minutos estoy en tu calle, no sé por qué tienes tanta curiosidad...
-Porque no todos los días tu amigo te desvela su secreto -respondió ella-. ¡Y te doy cinco! ¡CORRE!
Tras eso colgó.
Arthiel suspiró y salió de la cama. Tras ir al baño y ponerse una camiseta de tirantes blanca, dejando sus omóplatos al descubierto, y unos vaqueros negros, se miró al espejo. Su pelo era rubio, tal dorado como el sol mismo. Era largo y tenía hondas. Mucha gente le había dicho que parecía una chica pero a él le daba igual. Al ser verano lo llevaba más corto, pero seguía pareciendo largo. Sus ojos eran negros. Cuando era pequeño recordaba unos ojos verdes oscuros, pero ya no, carecían de color y todos le preguntaron si llevaba lentillas, pero no era así, sus ojos habían cambiado.
Se puso las deportivas y salió de su casa cogiendo las llaves. Por suerte la casa de Doriena estaba tras su calle, por lo que al verla a lo lejos se puso tenso.
¿Qué iba a hacer? ¿Desde cuándo se contaban esas cosas? Ya había desobedecido varias normas, cosa que nadie más que él podía. También era capaz de mentir con facilidad, pero no todo era tan fácil en su vida.
Al llegar, la figura menuda de Doriena se puso en pie y le miró interrogante. Habían quedado para desvelar el secreto de Arthiel, aunque este no estaba muy convencido.
Doriena era una chica de poco más de un metro cincuenta. Delgada y con los ojos marrones, al igual que su pelo, de un color miel precioso. Llevaba un bonito vestido veraniego de color blanco de tirantes, que se ajustaba a su cinturita. Su calzado no era lo que hubiera esperado Arthiel. Llevaba manoletinas, cosa que nunca había visto a la chica en tres años que ya la conocía. Ella utilizaba sandalias o tacones en verano, era a los que los chicos denominaban "femenina".
-Vamos al bosque, no a dar un paseo -advirtió el chico al verla.
-Hola a ti también, Don agradable -dijo Doriena dándole un beso en la mejilla-. ¿Cuál es tu secreto?
Arthiel negó, no le podía enseñar en plena calle lo que pasaba con él, se arriesgaría demasiado.
Empezó a caminar rumbo al bosque, sabía que ella le seguiría. No iba mal encaminado, Doriena empezó a correr y a quejarse hasta que llegó a su lado y daba pequeños pasitos comparados con las zancadas de Arthiel. La chica observaba a su amigo ansiosa por la información que iba a darle su amigo. Estaba escrutando su cara hasta que vio algo nuevo en su brazo. Era una cruz, una perfectamente hecha en hombro izquierdo de su amigo. Le había visto el día anterior, pero no había observado ese tatuaje, aunque muchos de los que cubrían su cuerpo no los había visto.
-¿Cuándo te lo hiciste? -preguntó con curiosidad.
Arthiel se miró el brazo y suspiró, ese dolía y no sabía porque, muchos de los que tenía significaban grados, niveles que había superado. Ese quería decir que le quedaba un año para su ascensión a Dios, cosa que no le hacía gran ilusión a Arthiel.
-Ayer cuando te dejé en casa -respondió sin mirarla.
Así eran sus conversaciones cuando se trataba de un secreto. Ninguno podía decir realmente lo que pensaba, no sin antes desvelar algo horrible.
Caminaban despacio, el chico había bajado el ritmo por ella y cuando lograron llegar al límite del bosque Arthiel tuvo que coger del brazo a Doriena para que no pasara.
Él ya había sufrido la ira del bosque, sabía las trampas que había y no iba a correr riesgos con su amiga, no podía permitirlo.
-¿Qué te ha picado ahora? ¿No íbamos a ir al bosque? -preguntó la chica molesta-. Ahí dentro hay trampas mortales -explicó Arthiel mientras sacaba un colgante del bolsillo-. Ponte esto, serás una invitada por ahora.
Doriena le miró aguantando la risa porque no podía ser, era la gran tontería del mundo, pero los ojos de su amigo le daban miedo. Cogió el colgante. Este estaba hecho de plata y colgaba un pequeño diamante de color blanco con otros nueve aún más pequeños alrededor. Ella se preguntó si eran de verdad o no, pero no dijo nada y se lo puso rápidamente para que su amigo dejara de mirarla así y poder descubrir el secreto que ocultaba.
-Vale, ya está. ¿Podemos entrar ya?
Arthiel asintió despacio. No le apetecía matar a su amiga en el bosque, no correría la misma suerte dos veces, estaba claro que allí corría mucho peligro.
Andar por la tierra húmeda de verano era más agradable que en invierno. Estaba blanda y se veían todas las raíces, lo que facilitaba el avance de esos dos chiquillos.
-¿Sabes la leyenda del bosque? -preguntó Arthiel mientras andaban.
-¿Cuál? -preguntó a su vez la chica.
-La del ángel -respondió el chico.
Doriena asintió, todo el mundo conocía esa historia, muchos habían visto a un precioso ángel salir del bosque volando. Desde hacía años todos habían intentado ir al bosque y encontrar al ángel.
-No me jodas, Arthiel... ¿Hemos venido por un estúpido rumor?
El chico siguió caminando sin contestar, ella jamás le creería si no lo veía con sus propios ojos. Cosa que a él le parecía normal, era así como se comprobaban las cosas.
Al llegar al claro dejó paso a su amiga.
Allí todo era silencioso, y Arthiel se puso nervioso. Recordó ese día con desagrado y luego fijó la vista a una capa blanca que había en medio. Esta estaba manchada de escarlata.
-Es la sangre del ángel -respondió a la pregunta silenciosa de su amiga-. La nieve no se derrite, es duradera como la criatura que dejó la sangre ahí...
Doriena salió corriendo en dirección a la mancha blanca y al llegar observó que aún quedaba la forma de un cuerpo. La sangre se había esparcido, pero seguía estando la silueta. Intentó tocarla pero había una especie de pantalla transparente. Golpeó el aire pero tampoco funcionó.
-Esto es una mierda Arthiel, los ángeles no existen y seguro qué esto es zumo de tomate, como en las películas -dijo molesta y dándose la vuelta.
Cayó de rodillas de golpe. Con los ojos y boca muy abiertos. Las manos en el suelo arañando la tierra. Frente a ella una criatura con las alas más blancas del mundo se alzaba majestuosa. Su cuerpo humano era perfecto. Todo era maravilloso, resplandecía y daba calor, más que el sol.
Volvió a mirar sus ojos y observó quien era, que era en realidad. Su garganta se secó y sus manos temblaron mucho. Su corazón se disparó y sus ojos no dejaban de mirar.
-¿No querías saber mi secreto? -preguntó divertido el chico-. Arthiel es un nombre de ángel, Doriena.